Desde que comenzó el conflicto de Rusia y Ucrania he tratado informarme sobre los verdaderos motivos de esta guerra. Es ahí cuando uno se da cuenta de que no todo es como se lo han contado y, sin tratar de justificar las acciones rusas, tener una opinión propia. En una guerra siempre hay dos bandos y, sin ser partidista, es bueno conocer ambas posturas.
La actual tensión bélica en torno de Ucrania está motivada por el temor ruso a que se integre en la OTAN o que, sin llegar a tanto, se convierta en una especie de portaaviones repleto de armas occidentales apuntando hacia Moscú. Eso constituiría un riesgo existencial que Rusia nunca va a permitir. Pero siendo eso cierto, la realidad es que las apetencias rusas sobre Ucrania son más antiguas.
En primer lugar, la historia de Rusia y de Ucrania, el granero tradicional de Rusia y la cuna de los cosacos, están estrechamente ligadas desde el siglo IX, pues los rusos se reclaman herederos de la federación de tribus eslavas conocidas como los Rus de Kiev. Son lazos muy antiguos.
En segundo lugar, Putin considera la desaparición de la URSS en 1991 como ‘la mayor tragedia’ del siglo XX, porque privó a Moscú del control de 2 millones de kilómetros cuadrados, y Rusia dejó de ser una superpotencia a la que el mismo Obama despreciaba cuando la calificó de “una potencia regional” (hace falta ser imbécil para decir eso). Son muchos los rusos que aún hoy no comprenden que Bielorrusia, o Ucrania, o Estonia, Letonia y Lituania sean países independientes y que no toleran haber perdido el puerto de Riga, que era la salida natural de Rusia al mar Báltico.
En tercer lugar, es un error de occidente cuando en 1991 trató a Rusia como un país derrotado; cuando con la desaparición de la URSS quien fue derrotado fue el comunismo. Por ello, inconscientemente, se aisló a Rusia y no se la integró en el nuevo marco político en que estaba quedando Europa.
En cuarto lugar, Moscú afirma que, cuando la URSS se deshizo y con ella el Pacto de Varsovia, recibió garantías de que la OTAN no se acercaría a sus fronteras. Ahora nadie recuerda ese ‘compromiso’, que no está escrito en ningún lugar y que además violaría la soberanía de países independientes al coartar su derecho a decidir su libremente futuro.
En quinto lugar, la OTAN hizo en 1997 una gran ampliación hacia el este acogiendo en su seno nada menos que a doce países que antes habían estado en la órbita soviética como Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Rumania, etc. Esto provocó un gran disgusto en el Kremlin, que desde entonces siente que la soga de la OTAN se aprieta en torno a su cuello. Y no le gusta esa sensación de asfixia.
En sexto lugar, no contenta con ello, en 2008 la OTAN ofreció el ingreso también a Georgia y a Ucrania. Fue un poco frívolo por su parte, porque no tenía intención real de admitir a esos dos países –como sigue sin tenerla hoy–, pero hizo correr otro escalofrío por la ya escaldada espalda de Rusia, que aprovechó el momento para intervenir en las regiones georgianas de Osetia del Sur y Abjasia.
Y cuando el presidente pro-ruso de Ucrania, Víktor Yanukóvich, vetó un acuerdo comercial con la Unión Europea, la gente se hartó, salió a la calle y le derrocó en las revueltas conocidas como Euromaidán, en las que el Kremlin siempre vio la larga mano de Europa. Rusia entendió que se había violado otra línea roja y reaccionó invadiendo Crimea con soldados sin distintivos y luego anexionándola sin mayores miramientos. Moscú no cree haber obrado mal, porque Crimea fue conquistada al Imperio otomano por Catalina la Grande y Potemkin. Fue rusa desde entonces y sólo pasó a pertenecer a la soberanía ucraniana cuando Kruschev se la regaló a Kiev, desde luego sin poder imaginar que un día Ucrania sería un país independiente. Moscú piensa que lo único que ha hecho es poner las cosas nuevamente en su sitio. Fue una decisión aplaudida por el pueblo ruso, que ha aceptado las sanciones que le ha impuesto la comunidad internacional y que considera injustas.
En Moscú se piensa que si se puede romper Serbia, como hicieron los EEUU en 2008 para crear la república de Kosovo, o si se deja a Israel anexionarse los Altos del Golán y partes de Cisjordania, y a Marruecos anexionarse el Sáhara Occidental, no hay razón para impedir que Rusia haga lo mismo en Crimea, o ahora quizás en Donbass. Y más aún cuando considera en peligro su seguridad.
La política exterior imperial de Putin no es en esto diferente de la que hubiera hecho la Rusia imperial zarista o la Rusia imperial comunista, porque las tres habrían estado hoy de acuerdo en la necesitad vital de rediseñar la arquitectura de seguridad europea para hacer retroceder el reloj hasta 1997, exigir la anulación de la ampliación de la OTAN al Este o al menos de sus efectos, crear un glacis de seguridad en torno de sus fronteras o, lo que es lo mismo, volver a dividir Europa para asegurarle a Rusia una zona de influencia como en su día tuvo la URSS.
Y si para eso tiene que pagar un precio está dispuesto a hacerlo y esa es la gran diferencia, porque Moscú parece dispuesto a poner muertos encima de la mesa para lograr sus objetivos y la OTAN no; Europa habla de responder con sanciones económicas (que es lo que está haciendo), porque Ucrania no es miembro de la Alianza Atlántica. Putin lo sabe y además Biden lo dejó también muy claro hace pocos días. Los soldados que ahora EEUU ha puesto en alerta no están destinados a defender a Ucrania, sino a tranquilizar a los países Bálticos y a Polonia.
Imagino que Putin ha elegido el momento perfecto, ya que EEUU no está en el mejor momento de tomar la iniciativa después de haber salido de malas maneras de Afganistán, además, creo que le preocupa más el auge de China que el de Rusia. Francia tiene elecciones este año y Macron no tiene garantizada la reelección y en el Reino Unido Boris Johnson se ve acosado y puede caer por su frivolidad de hacer frecuentes fiestas en su residencia oficial mientras el resto del país estaba confinado por la pandemia. El resto –e incluyo a la UE como bloque– no contamos.
Pero si Putin tiene esas razones no tiene razón, porque lo que hace va en contra del Derecho Internacional. En 2022 no es admisible que se use el chantaje y la amenaza para tratar de doblegar la voluntad soberana de un país. Menos aún usar la fuerza para alterar las fronteras de Europa y aún menos para establecer una nueva división del continente y una nueva zona de influencia sometida a los dictados de Moscú. Es la seguridad de Europa entera la que está en juego, porque mirar ahora para otro lado probablemente animará a futuras agresiones en otros lugares y con otras excusas.
El problema es que aquí todos han ido muy lejos y ceder no es fácil. Putin no puede volver a meter en los cuarteles a los cien mil soldados desplegados junto a las fronteras de Ucrania y regresar a casa con las manos vacías. Y Estados Unidos –y Europa– tampoco pueden ceder porque tienen de su parte el derecho internacional, porque es la seguridad de nuestro continente la que está en juego y porque saben que China está siguiendo con mucha atención lo que ocurre en el escenario europeo y extraerá consecuencias que podrá poner en práctica con su propia reclamación sobre Taiwán.
Ojalá se imponga el sentido común porque si Rusia ahora se equivoca e invade –aunque sea parcialmente– Ucrania, le impondremos sanciones económicas muy fuertes que le harán mucho daño, que probablemente excitarán más el nacionalismo de una población que se sentirá injustamente tratada (tenemos el caso de Kosovo, el Sáhara, etc.) y eso contribuirá a empujar a Rusia a los brazos de China, cosa que tampoco interesa. Lo que a Europa le interesa es una buena relación con Rusia, pero no podemos construirla bajo el chantaje de las bayonetas.
Por todo ello sí que creo que Rusia tiene motivos para hacer lo que está haciendo; han estado provocándola, quizá para ver hasta dónde sería capaz de llegar, aunque probablemente no tenga razón por todo lo que supone. La solución no es fácil.