sábado, 26 de febrero de 2022

Las últimas soledades



Antonio y Manuel Machado no pudieron despedirse cuando el primero tomó el camino del exilio para citarse con la muerte en Colliure el 22 de febrero de 1939. Antonio murió con el corazón helado y partido por las dos Españas. Manuel acabaría escribiendo elogiosos versos a Franco y Queipo de Llano, aunque, según Ian Gibson, “nunca se sabrá si lo hizo con una pistola apuntándole a la nuca”.
En Burgos, un corresponsal de guerra extranjero escuchó que Antonio Machado había muerto muy cerca de la frontera francesa. El caso es que la noticia llegó hasta su hermano Manuel, que logró hacerse con los salvoconductos necesarios para poder viajar y atravesar un país en ruinas que salía de una guerra demasiado larga y sangrienta. Cuando llegó al pueblecito francés descubrió que también su madre había muerto.
Se sabe que se reunió con su hermano José, pero ninguno de los dos dejó testimonio escrito de todo aquello. No se sabe nada de las conversaciones pero hay que suponer que fueron tensas, emotivas y tal vez coléricas ya que José, resueltamente antifascista, ni menciona la llegada de Manuel y su mujer a Colliure en ‘Las últimas soledades del poeta Antonio Machado’. Lo que sí se sabe es que Manuel pasó dos días en el cementerio acompañando las tumbas de su hermano y su madre. Igualmente se hizo cargo de los gastos de su familia en la pensión antes de emprender viaje de vuelta a Burgos.
En su equipaje de vuelta, Manuel se llevaba el pasaporte de su hermano, su bastón y un papelito que había sido encontrado en el bolsillo de su gabán. En él, Antonio Machado había escrito el célebre inicio del monólogo de ‘Hamlet’ ‘Ser o no ser’. En la segunda anotación se leía ‘Estos días azules y este sol de la infancia’. En la tercera, recuperaba unos versos dedicados a Guiomar: ‘Y te daré mi canción:/ Se canta lo que se pierde/ con un papagayo verde/ que la diga en tu balcón’. El papelito nunca volvió a ser visto.
José y Manuel nunca más volvieron a verse.

martes, 22 de febrero de 2022

Gracias... merci beaucoup


Lo he leído tantas veces que lo sé de memoria. La primera vez fue en 2006, en la magnífica biografía titulada ‘Ligero de equipaje’ que escribió Ian Gibson sobre el poeta.


La casualidad hizo que en un mes fuese a Collioure por primera vez y estuviese allí, delante de la tumba de Machado y su madre, con ese libro apoyado en el pecho. Era el 9 de julio. No sé si fue suerte o casualidad, pero cuando entré al cementerio no había nadie y tuve la fortuna de estar solo, unos diez minutos, hasta que entraron unos visitantes. Durante ese tiempo pude allí, de pie, frente a la tumba del poeta, recitar en silencio, llorar, trasladarme a Soria, su amada Soria... los sentimientos de aquel día cada vez que llega el 22 de febrero son los mismos; los mismos que tengo mientras escribo esta entrada.
Colliure, 1939. En la noche del 22 al 23 de febrero, las manos de Juliette Figuères se afanan en coser una bandera tricolor: la bandera republicana española que ha de cubrir, al día siguiente, el cuerpo sin vida de un hombre, Antonio Machado, que acaba de fallecer, a las 15:30 horas, después de unos días de agonía, tal día como hoy de 1939. Juliette, que en ese momento tiene 41 años, había sido una de las primeras personas que ayudaron al difunto y su familia cuando arribaron a este hermoso pueblo costero de los Pirineos Orientales franceses, sin que nadie reconociera al famoso poeta.
Machado había llegado a Collioure en tren, procedente de Cerbère. Atrás quedaba un largo periplo desde una Barcelona asediada por el ejército sublevado, abandonado el vehículo que les había conducido hasta Port Bou y el grueso de los equipajes. Al poeta le acompañaban su madre, Ana Ruiz, de 84 años, su hermano José y la esposa de éste, Matea Monedero, así como el escritor y amigo Corpus Barga. Todos extenuados, hambrientos y tiritando de frío, venían de pasar su primera noche en tierras francesas en un vagón abandonado en una vía muerta.
La primera persona a la que se dirigieron se llamaba Jacques Baills, era jefe de estación suplente en Collioure y contaba 27 años.

Jacques Baills

Baills recordaría siempre cómo José se dirigió a él para preguntarle por algún hotel en el pueblo que pudiera acogerles, “y yo les indiqué el único que estaba bien entonces y en el que yo mismo estaba hospedado”, afirmaba. Años más tarde recordaría ese momento que jamás olvidaría.


Corpus Barga recordaría también la dificultad con que avanzaba la familia y cómo él tomó en brazos a la madre de Machado y le oyó decir, en su delirio, la famosa frase: “¿Llegamos pronto a Sevilla?”.
Sin embargo, no se dirigieron directamente al hotel. La avenida de la estación culmina en una plazoleta con plátanos, la Place Géneral Leclerc, donde hoy los vecinos juegan a la petanca y toman el sol. Desde allí se ve el Douy, un riachuelo que por lo general es apenas un cauce seco, al otro lado del cual se yergue el hotel del que había hablado Baills, el Bougnol-Quintana. Y en la plaza se encontraba la mercería de artículos de punto regentada por Juliette Figueres.
No cabe más que destacar la extraordinaria generosidad de unas personas que carecían de referencias sobre los inesperados visitantes, para ellas eran sólo seres humanos que escapaban desesperados de las bombas y de las penurias de la Guerra Civil Española. Ninguna conocía a los Machado, de ahí el valor de su altruismo para con aquella familia a la deriva, como todos los que llegaron aquel día a Collioure, en un tren abarrotado de gentes de toda laya. Gente que huía de la entrada del ejército franquista a Barcelona, último reducto republicano.
Estaban helados y calados hasta los huesos por la lluvia, pidieron entrar un momento en la mercería para descansar. Figuères asintió y les ofreció café con leche para reanimarlos.

Juliette Figuères

En ese momento pudo hablar un poco en francés con Corpus Barga y Antonio y con Matea en español. Allí permanecieron la media hora que tardó un coche en recogerlos y llevarlos al hotel, que estaba enfrente, pero para llegar al mismo había que rodear el Douy, que precisamente ese día llevaba agua. Por fin llegaron al Bougnol-Quintana y pudieron descansar, sin cenar siquiera.

Pauline Quintana 

El primero que reconoció a Machado fue Baills, el ferroviario, que ayudaba a madame Quintana con la contabilidad del hotel. Cuando llega aquella noche pregunta si están allí los españoles con quienes había hablado en la estación. Le dice que sí y que se habían acostado sin cenar. Al leer la lista de la gente que se había registrado vio el nombre de Antonio Machado, que se había presentado como profesor. Eso le hizo reflexionar y recordó que cuando hacía tiempo iba a clases de español había aprendido poesías de Antonio Machado y se asombraba ahora de tener ante sí al autor en persona. Desde entonces, después de las comidas, acompañaba un rato a Antonio y José en el hotel, surgiendo entre ellos una amistad que Baills siempre atesoraría en su memoria.

Inscripción de Antonio Machado en el hotel Bougnol-Quintana

Antonio también visitó un par de veces en su tienda a madame Figuères. Hablaban de lo que estaba ocurriendo en España junto con el marido de Juliette, Sebastian Figuères. Machado les confesó que sentía más haber perdido los libros que la ropa, así como que estaba enfermo, que tenía asma. Cuando le explicó al matrimonio que no podían escribir a sus sobrinas, que estaban en Rusia, porque no tenían dinero, los Figuères les prestaron papel y sellos.


Ya entonces Baills, por mediación de madame Quintana, les había hecho saber que aquel no era un refugiado cualquiera, sino un poeta, acaso el más grande de las letras españolas del momento.
Con esa misma humanidad cosió la señora Figuères la bandera con la que Machado fue enterrado unos días después. Un médico llamado Cazabens fue el primero en percatarse de que la salud del poeta había empeorado mucho, entre el asma y sus males de corazón. Junto a Machado agonizaba también su madre, los dos en la misma habitación. Baills les llevó una botella de champán para mojarles los labios y Machado lo agradeció con una sonrisa.
Machado había dicho siempre que “para enterrar a una persona, con envolverla en una sábana es suficiente”. Un fotógrafo conocido como señor Sánchez retrató a Machado en la cama, cubierto con la bandera. La madre, Ana Ruiz, moría tres días después, justo el día en que habría cumplido 85 años; cumplió su promesa, “estoy dispuesta a vivir tanto como mi hijo Antonio”, había dicho meses antes en Rocafort.

Antonio Machado cubierto con la bandera republicana

Tras correrse la voz de que había muerto Machado, el hotel Bougnol-Quintana se llenó de gente. Desde París, el poeta Jean Cassou se ofreció para trasladar el cuerpo a la capital francesa. “Es un deber para nosotros, escritores franceses, encargarnos de las cenizas del gran Antonio Machado, caído aquí, en tierra francesa donde había buscado y creído encontrar refugio”. Sin embargo, José Machado declinó amablemente el ofrecimiento y el féretro fue llevado finalmente al cementerio de Collioure por milicianos de la Segunda Brigada de Caballería ‘Andalucía’.
Hubo una última benefactora, Marie Deboher, amiga de madame Quintana, que prestó un espacio en su panteón familiar para que reposaran en él, de forma provisional, los restos de Antonio Machado, mientras que la madre fue sepultada en tierra, en una zona destinada a la gente sin recursos. Todos estaban convencidos en Francia de que España reclamaría el cuerpo de tan insigne creador, pero llegó el momento en que madame Deboher necesitó el panteón y se abrió una suscripción que recibió aportaciones del mundo entero hasta sumar 413.472 francos. Con ellos fue costeada la tumba donde reposan madre e hijo, y que hoy es lugar de peregrinación de los devotos machadianos y de los interesados en la memoria republicana en el exilio.
Apenas he podido encontrar nada de la vida estos personajes después de este triste acontecimiento y que tan desinteresadamente ayudaron al poeta y su familia a la llegada a Collioure, solamente unos valiosísimos audios y un par de fotografías de cada uno de ellos.
José Machado, desde su exilio en Chile, continuó teniendo relación epistolar con ellos hasta su muerte, ocurrida en 1958.
Sus nombres han quedado vinculados para siempre a la figura de Antonio Machado como un ejemplo de humanidad, de esa humanidad que desprendía el poeta. No pueden ser olvidados.
Juliette Figuères murió en 1989, su marido en 1960; Pauline Quintana en 1972 y Jacques Baills en 1983.
Merci, merci beaucoup monsieur Bails, madame Figuères et madame Quintana.

sábado, 19 de febrero de 2022

La fotografía más icónica


Probablemente sea la fotografía más icónica del poeta Antonio Machado. Fue tomada el 8 de diciembre de 1933, en el café de las Salesas. Se aprecian las mesas de mármol, los espejos en sus paredes en las que se reflejan las columnas y lámparas del local, un teléfono de campanillas, un calendario marcando la fecha y la imagen discreta reflejada de Braulio, el camarero.


Sin embargo, esta no es la fotografía original, ya que, sin conocer el motivo fue recortada. En la original el poeta aparece sentado con la periodista Rosario del Olmo, que había concertado una entrevista para el periódico ‘La Libertad’. Salió publicada el día 12 de enero del año siguiente. Su título era ‘Deberes del arte en el momento actual’. Fue la única vez que se pudo ver completa la magnífica fotografía tomada por el fotógrafo Alfonso Sánchez.


Del Olmo, una mujer con una biografía apasionante, cayó en el olvido hasta que el Ministerio de Cultura, en 2001, muerto ya Sánchez y sus archivos pasaron a patrimonio del Estado, aumentó el interés por la fotografía y la mujer eliminada.
El destino hizo que se encontrara hace años en el Rastro de Madrid una copia original hecha por el propio fotógrafo.


martes, 15 de febrero de 2022

Discurso de Antonio Machado en su homenaje en Soria



Son bastantes los escritos que, durante muchos años, nos hicieron creer que Antonio Machado fue proclamado hijo predilecto de Soria en 1932, en la plaza llamada ‘El Rincón del Poeta’. Sin embargo, aquél acto tan solo fue un homenaje a su persona y a su labor en la capital del Duero. Al parecer no se encontraron documentos en el consistorio soriano que avalaran dicho ahijamiento. Pero Soria no quería, ni podía, renunciar al honor de tener a don Antonio como hijo y lo resolvió en 2013. Tan sólo era cuestión de papeles, no de ánimos ni sentimientos. El poeta siempre fue hijo de Soria.
Discurso de Antonio Machado en el homenaje que se le dio en Soria el 5 de octubre de 1932, en la plazoleta de San Saturio, llamada ‘Rincón del poeta’

Con su plena luna amoratada sobre la plomiza sierra de Santana, en una tarde de septiembre de 1907, se alza en mi recuerdo la pequeña y alta Soria. Soria pura, dice su blasón, y ¡qué bien le va ese adjetivo!
…Soria, sobre un paisaje mineral, planetario, telúrico. Soria, la del viento redondo con nieve menuda que siempre nos da en la cara, junto al Duero adolescente, casi niño, es pura… y nada más.
Soria es una ciudad para poetas. Porque la lengua de Castilla, la lengua imperial de todas las Españas, parece tener su propio y más limpio manantial. Gustavo Adolfo Becquer, aquel poeta sin retórica, aquel puro lírico, debió amarla tanto como a su natal Sevilla; acaso más, que a su admirable Toledo. Un poeta de las Asturias, de Santillana, Gerardo Diego, rompió a cantar en romance nuevo a las puertas de Soria:

Río Duero, río Duero
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oir
tu eterna estrofa de agua.

Y hombres de otras tierras que cruzaron sus páramos no han podido olvidarla. Soria es, acaso, lo más espiritual de esa espiritual Castilla, espíritu a su vez, de España entera. Nada hay en ella que asombre o que brille y truene. Todo es sencillo, modesto, llano. Contra el espíritu redundante y barroco que sólo aspira a exhibición y a efecto, buen antídoto es Soria, maestra de castellanía, que siempre nos invita a ser lo que somos y nada más. ¿No es esto bastante?
Hay un breve aforismo castellano; yo lo oí en Soria por primera vez, que dice así: ‘nadie es más que nadie’. Cuando recuerdo las tierras de Soria olvido algunas veces a Numancia, pesadilla de Roma, y a Mio Cid Campeador, que las cruzó en su destierro y al glorioso juglar de la sublime gesta que bien pudo nacer en ellas, pero nunca olvido al viejo pastor de cuyos labios oí ese magnífico proverbio donde a mi juicio se condensa todo el alma de Castilla; su gran orgullo y su gran humildad, su experiencia de siglos y el sentido imperial de su pobreza. Esa magnífica frase que yo me complazco en traducir así: ‘por mucho que valga un hombre nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre’. Soria es una escuela admirable de humanismo, de democracia y de dignidad.
Por estas y otras muchas razones, queridos amigos, con toda el alma agradezco a ustedes su iniciativa y al altísimo honor que recibo de esta querida ciudad. Nada me debe Soria, creo yo. Y si algo me debiera, sería muy poco en proporción a lo que yo le debo: el haber aprendido en ella a sentir a Castilla que es la manera más directa y mejor de sentir a España. Para aceptar tan desmedido homenaje sólo me anima esta consideración: el hijo adoptivo de vuestra ciudad hace muchos años que ha adoptado Soria como patria ideal. Perdónenme si ahora sólo puedo decirles ¡gracias de todo corazón!

sábado, 12 de febrero de 2022

Soria, mi Arcadia



Soria, Soria y mil veces Soria… ¡Ay, cuánto echo de menos esa ‘mi’ tierra castellana! La visité por primera vez, cuando era un incipiente universitario de primer curso, una fría tarde de un martes de invierno. Desde entonces, sin saber porqué, quedé conectado a ella… Soria, sin yo saberlo, era tantas cosas para mí… Un abuelo contándole a su nieto que hubo un poeta que se llamaba Antonio Machado… y le hablaba de él y le leía sus poesías… y le contaba que hubo una niña llamada Leonor que luego se convirtió en su esposa… y que esa historia de amor tuvo un final trágico…
Y allí estaba yo por primera vez… con ese abuelo, ese nieto, ese poeta, esa esposa y esa triste historia de amor.
Sentí un fogonazo en el corazón e hice mías las estrofas que ese poeta escribió.

¡Oh, sí! Conmigo vais, campos de Soria,
tardes tranquilas, montes de violeta,
alamedas del río, verde sueño
del suelo gris y de la parda tierra,
agria melancolía
de la ciudad decrépita.

Me habéis llegado al alma,
¿o acaso estabais en el fondo de ella?

Desde aquel día Soria siempre ha sido y sigue siendo mi Arcadia. 
Desde aquel día he vuelto docenas de veces... pero siempre es la primera vez que lo hago, porque en cada ocasión lo que siento es nuevo e irrepetible.
El 22 de este mes es el aniversario de la muerte del poeta. Desde que comencé con el blog siempre he procurado que febrero sea el mes de Antonio Machado recordando su vida y obra. Él lo merece.

martes, 8 de febrero de 2022

sábado, 5 de febrero de 2022

martes, 1 de febrero de 2022

A orillas del río Piedra me senté y lloré



Este libro tiene algo. Me lo presentaron hace tantos años que ya no recuerdo ni quién ni cuándo. Ya escribí sobre él en esta entrada hace casi trece años (¿tanto tiempo?) y hace unos días, no recuerdo el motivo, volvió de nuevo a mi mente.
‘A orillas del río Piedra me senté y lloré’ es un libro especial. Se podría leer en momentos de abatimiento, cuando consideras que todo está perdido pero, sin embargo, esas situaciones amargas sólo están en nuestra mente.
Es un libro al que leer a alguien en cualquier momento. Una voz leyendo y unos oídos escuchando.
Es un libro para recordar… que atrae desde la primera página… para releer de vez en cuando… para creer…
Soria… Zaragoza… el río Piedra y su monasterio…
Es un libro en el que cualquiera podría ser protagonista…
Su primera página tiene el poder de que una vez la has leído quieres saber cómo acaba…

A orillas del río Piedra me senté y lloré. Cuenta una leyenda que todo lo que cae en las aguas de este río —las hojas, los insectos, las plumas de las aves— se transforma en las piedras de su lecho. Ah, si pudiera arrancarme el corazón del pecho y tirarlo a la corriente; así no habría más dolor, ni nostalgia, ni recuerdos.
A orillas del río Piedra me senté y lloré. El frío del invierno me hacía sentir las lágrimas en el rostro, que se mezclaban con las aguas heladas que pasaban por delante de mí. En algún lugar ese río se junta con otro, después con otro, hasta que —lejos de mis ojos y de mi corazón— todas esas aguas se confunden con el mar.
Que mis lágrimas corran así bien lejos, para que mi amor nunca sepa que un día lloré por él. Que mis lágrimas corran bien lejos, así olvidaré el río Piedra, el monasterio, la iglesia en los Pirineos, la bruma, los caminos que recorrimos juntos.
Olvidaré los caminos, las montañas y los campos de mis sueños, sueños que eran míos y que yo no conocía.
Me acuerdo de mi instante mágico, de aquel momento en el que un «sí» o un «no» puede cambiar toda nuestra existencia. Parece que no sucedió hace tanto tiempo y, sin embargo, hace apenas una semana que reencontré a mi amado y lo perdí.
A orillas del río Piedra escribí esta historia. Las manos se me helaban, las piernas se me entumecían a causa del frío y de la postura, y tenía que descansar continuamente.
— Procura vivir. Deja los recuerdos para los viejos —decía él.
Quizá el amor nos hace envejecer antes de tiempo, y nos vuelve más jóvenes cuando pasa la juventud. Pero ¿cómo no recordar aquellos momentos? Por eso escribía, para transformar la tristeza en nostalgia, la soledad en recuerdos. Para que, cuando acabara de contarme a mí misma esta historia, pudiese jugar en el Piedra; eso me había dicho la mujer que me acogió. Así —recordando las palabras de una santa— las aguas apagarían lo que el fuego escribió.
Todas las historias de amor son iguales.
Habíamos pasado la infancia y la adolescencia juntos. Él se fue, como todos los muchachos de las ciudades pequeñas. Dijo que quería conocer el mundo, que sus sueños iban más allá de los campos de Soria.
Estuve algunos años sin noticias. De vez en cuando, recibía alguna carta, pero eso era todo, porque él nunca volvió a los bosques y a las calles de nuestra infancia.
Cuando terminé los estudios, me mudé a Zaragoza, y descubrí que él tenía razón. Soria era una ciudad pequeña y su único poeta famoso había dicho que se hace camino al andar. Entré en la facultad y encontré novio. Comencé a estudiar para unas oposiciones que no se celebraron nunca. Trabajé como dependienta, me pagué los estudios, me suspendieron en las oposiciones, rompí con mi novio. Sus cartas, mientras tanto, empezaron a llegar con más frecuencia, y al ver los sellos de diversos países sentía envidia. Él era mi más viejo amigo, que lo sabía todo, recorría el mundo, se dejaba crecer las alas mientras yo trataba de echar raíces.


Lo que sigue hay que leerlo…