Para John Ruskin, la arquitectura no sólo se basaba en la técnica de construcción, también era arte. Este sentir quedó reflejado en su libro ‘Las siete lámparas de la arquitectura’, unas leyes que todo artista debería seguir. A saber: Sacrificio, Verdad, Poder, Belleza, Vida, Memoria y Obediencia.
De todas, siento especial debilidad por la segunda, la de la Verdad. Esta lámpara ha de iluminar a la arquitectura frente a dos tipos de engaños: los de tipo estructural, donde la estructura no cumple su función; y los de la textura, donde los materiales no pueden aparentar ser otros ni donde los ornamentos se construyan con moldes.
Esta lámpara exige honestidad constructiva, donde no debería existir todo lo que no sea útil, ya que la estructura debe encontrar su utilidad en el conjunto del edificio y, de no ser así, es un engaño y un aderezo sin ningún sentido, de la misma forma que la imitación de materiales auténticos no es aceptable por el engaño que supone a la vista. Realizar una imitación marmórea o pintar el material original es una falsedad, que bien podría tildarse de rotunda aberración, ya que el tiempo, a modo de justicia poética, se encargará de dejar a la vista el verdadero soporte con el que se construyó.
Es probable que esta querencia por la verdadera arquitectura hace que Ruskin sienta una admiración absoluta por el gótico, al que consideraba un estilo único, alejado de dogmas y que se alejaba de un proceso industrial en el que comenzaba a entrar el uso del hierro.
Ese respeto por la verdad y la admiración por quienes legaron los edificios del pasado es lo que le llevó con vehemencia a defender la no intervención en los edificios, ya que, en realidad, su pertenencia es de quienes lo construyeron y de las generaciones posteriores, por lo que su conservación era una obligación moral de todos los que convivían con ellos.
Realmente no existe una metodología para estas ideas conservacionistas, se trata, más bien, de una filosofía de conservación con un trasfondo moral. No existen pautas ni métodos, es algo contemplativo. Un edificio es como un ser vivo, como un ente que nace, se desarrolla y muere y que llegando al extremo de su colapso hay que ayudar al enfermo para que tenga el final más digno posible; esto es, una conservación desde un espíritu poético, ya que la ruina es la transformación natural de todo edificio y nada puede frenar de golpe esta circunstancia; aunque sí proporcionar las pautas que procuren que este trance sea menos traumático para el final natural al que se aproxima el edificio o, por lo menos, que ese final tenga la dignidad merecida, sin imposturas.
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Como mejor se ven las cosas es con ejemplos y no se me ocurre otro mejor que el castillo de Matrera (en la provincia de Cádiz). No me extenderé más. La imagen habla por sí sola.
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