sábado, 27 de agosto de 2016

Víctor de Aveyron



No sé si lo que voy a relatar a continuación es un hecho muy conocido. Yo lo descubrí hace muchos años, era todavía un niño, gracias a una película que contaba la historia. Es una de esas cosas que, por uno u otro motivo, recuerdas siempre sin saber la razón.
Se trata de un hecho real, la historia del niño salvaje de Aveyron, al que pusieron por nombre Víctor. Un chico que fue encontrado en un bosque, cerca de la ciudad de Aveyron (Francia) cuando, aproximadamente, tenía 12 años. No sabía hablar, caminaba como un mono, se alimentaba de lo que podía conseguir (raíces, frutos y bellotas) y apreciaba la libertad en la que había crecido y sobrevivido.
Jean Itard, un joven médico recién licenciado que buscaba pasar a la posteridad, lo llevó a su casa y experimentó con él. Lo hacía estudiar día y noche, intentó enseñarle a hablar, a comer, a caminar en posición erguida… pero jamás logró que hablase. Itard no trató de comprender su mundo, sólo deseaba cambiarlo porque estaba convencido que la civilización es mucho mejor.
Cuando el médico decide terminar con el experimento, Víctor se queda con una mujer, el ama de llaves del doctor.
Pero el niño enferma y finalmente muere. Itard atribuye su fracaso en educar a Víctor a errores de estrategias, no podía comprender las limitaciones a las que estaba expuesto; actualmente dispondría de mayores y mejores medios y conocimientos para aquella labor… pero estamos hablando de principios del siglo XIX.
La muerte de Víctor no fue fortuita, la falta de libertad, la limitación de su campo de experiencia y un entorno casi incomprensible para él, todo ello le coloca en una situación de inferioridad emotiva que ayuda en su triste desenlace.
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martes, 23 de agosto de 2016

Días de verano en el páramo: castillos del Duero


Castillo de Berlanga del Duero

Hace nueve años, en el verano de 2007, hice un viaje al que llamo ‘mi viaje anacorético’, quizá, algún día, escriba sobre aquello. Estuve tres semanas perdido por España, solo, sin preocuparme de donde dormir o donde comer; esa ha sido, probablemente una de las experiencias más impresionantes de mi vida… con toda seguridad, la última vez que me sentí libre.
Salí de Valencia, dirección Madrid, luego Badajoz y subiendo por la frontera portuguesa hasta Bayona (Pontevedra) para continuar de Valladolid a Soria y de allí hasta Teruel, para cerrar el recorrido en Valencia. Tres semanas visitando museos; conociendo lugares que me eran familiares por los libros de historia debido a algún acontecimiento importante (batalla, revuelta, hecho…); parando en pueblecitos por los que, quizá, no vuelva a pasar y que jamás han sido noticia; conociendo gentes y, sobre todo, disfrutando. Todavía guardo entradas de algún museo y la mayoría de los folletos turísticos de los lugares que visitaba. Es posible que en este viaje naciera en mí el deseo que tengo de ir a vivir a un pequeño pueblo de Teruel… por volver a sentir la sensación de ser libre.
Leyendo el siguiente artículo de la revista Jot Down he recordado aquellas semanas… yo también pasé por los lugares que se citan. Aunque no he vuelto, no los he olvidado.

Hace muchos años, cuando yo era un chaval recién metido en la universidad, pasé un verano excavando en Tiermes. No voy a hablar de esto, pero este dato previo es fundamental para entender por qué tenía tanto interés en volver al sur de Soria, que es como volver al culo del culo del mundo, y lo digo sin ninguna intención de ofender, porque a mí me encanta Soria, como me encanta Teruel, pero una cosa no quita la otra: estas son dos de las provincias más despobladas y olvidadas de Europa, y la situación no va a cambiar hasta que se asuma la realidad en toda su crudeza. No está nada claro que vaya a mejorar mucho, no si los políticos iluminados de turno piensan que la cosa va a cambiar a base de cemento y concursos de arquitectura. Y sí, me refiero a esa maravilla del capitalismo patrio llamada «Ciudad del Medio Ambiente». Pero no vamos a perder el tiempo hablando de cómo se ha tirado el dinero en infraestructuras, que no acabamos nunca, sino que vamos a explicar por qué hay que ir al culo del culo del mundo (en este caso el sur de Soria, aunque bien podría ser alguna comarca de Palencia, Zamora, Teruel, Cáceres o Guadalajara: España está vacía por dentro, como una fruta con una piel muy lustrosa y fresca pero un corazón abrasado y desierto), y vamos a indicar algunas pistas para no perderse, lo cual no resulta muy difícil como, se verá.
Como algunos lo van a citar (o deberían hacerlo), lo cito ya de entrada: hay un libro básico que ha salido hace poco: La España Vacía, de Sergio del Molino. Es un libro muy interesante, pero aquí no vamos a hacer análisis serios, vamos a hablar de turismo, de esa cosa que trae algo de dinero y de gente a un sitio donde hacen falta ambas cosas. Cuando estuve excavando en Tiermes, hace ya más de veinte años, allí no había nada. Solo el yacimiento, un pequeño museo (muy pequeño) y una cantina perdida donde se citaban algunas de las personas más extrañas que uno, recién salido de la ciudad, se había tropezado en su vida. Era un auténtico lujo poderse tomar unas cervezas frías en un lugar como aquel, y a nosotros, estudiantes tumultuosos, nos bastaba con eso. Ahora hay un restaurante muy decente, con un hotel igual de decente. Y hay turistas, hay bastantes turistas porque han mejorado la carretera, que era muy mala. También han ampliado el museo, con lo cual los turistas pueden ver algunas de las cosas que se han encontrado en el yacimiento (aunque la mayoría están en Soria ciudad). Pero lo más interesante, además del yacimiento en sí, y de ese muro perfecto que es la sierra de Pela, es la iglesia románica que señala el lugar. Se ve desde la carretera y sirve de faro perfecto, porque en ese paisaje tan hermoso y tan vacío de todo indicio de poblamiento humano, ver una iglesia, aunque sea una iglesia pequeña y modesta, supone un alivio para los viajeros no habituados a tantos kilómetros de soledad absoluta.

 Iglesia de Tiermes

Cuando llegué a Tiermes por primera vez me contaron que por uno de estos valles perdidos los americanos habían montado una base secreta, tan secreta que nadie sabía dónde estaba. Por entonces las sierras no tenían esos modernos molinos de viento y las carreteras eran aún peores, lo que ya es decir. Las nevadas del invierno eran (y son) terribles. No sé si la historia es cierta o no, pero me pareció que aquel era el mejor lugar del mundo para esconder una base militar secreta. Si sales de Berlanga del Duero, de El Burgo de Osma o de San Esteban de Gormaz, todo lo que encuentras durante cientos de kilómetros a la redonda son trigales, campos de girasol, encinares, pinares y estepas desoladas. Los pocos pueblos que hay, además de ser muy pequeños, tienen la extraña costumbre a primera vista de colocarse en los lugares más recónditos, generalmente alejados de las pocas carreteras. Tal vez el hecho de buscar el fondo de los barrancos o los pliegues de las colinas se deba a las terribles condiciones climáticas; o tal vez se deba a que sus habitantes, a fuerza de estar solos, han llegado a amar la soledad. O no, o uno lo ve todo desde el prisma del urbanita y la vida en el páramo es otra cosa, otra cosa que para entender hay que vivirla en primera persona.
Decía Sergio del Molino que se ha idealizado mucho la vida rural y que esa es una de las causas del fracaso del movimiento neorural. Lo de «fracaso» es relativo. Volviendo a Tiermes hay que decir que solo el hotel y el restaurante ya dan trabajo a algunos jóvenes. Al pasar por el pueblo vemos que hay parada de autobuses y eso es nuevo: hace años no había servicio de autobús. Uno tenía que buscarse la vida para llegar allí como podía. Si han puesto servicio de autobús es que hay demanda suficiente para mantener una línea de autobús. Y esto no es una tontería: hace ya años se habló de suprimir la única línea de ferrocarril que aún queda en la provincia de Soria, la línea que conecta con Madrid. Si este plan hubiera prosperado (y no prosperó por la oposición de los sorianos), Soria hubiera sido la primera provincia de España en quedarse sin ferrocarril.
Y hablando de ferrocarril uno piensa en lo que siempre se dice: que la llegada del ferrocarril traía el progreso, el capitalismo, la industrialización, los nuevos tiempos que iban a poner fin al atraso español. Pues no, parece que aquí no: parece que aquí el ferrocarril solo sirvió para vaciar los pueblos, para que las gentes de la zona se montaran en un vagón para no volver nunca. Aquí el tren era siempre un tren de ida, o al menos esa es la impresión que uno tiene. Y ahora, una vez vaciados los pueblos, ya ni hay tren. De las tres líneas que cruzan la provincia ya solo queda en activo media línea y con muy pocos trenes al día. Las estaciones o están abandonadas o se han convertido en simples apeaderos donde pocas veces se ve algún pasajero. Pero, eso sí, junto a las ruinas de Numancia tenemos esa otra ruina actual, la Ciudad del Medio Ambiente, con la diferencia de que la primera trae turistas y no ha costado más de cincuenta millones de euros. Cincuenta millones tirados a la basura. Se dice pronto.
Si no queda apenas gente en Soria, y no queda apenas gente en el sur de Soria, ¿qué queda? Pues lo de siempre: un paisaje magnífico. Y un pasado que uno se tropieza al tomar una curva y que, sin gritos, sin estridencias, sin llamar la atención escandalosamente, se planta delante de ti y te obliga a parar el coche o a tomar un desvío no previsto. El castillo de Gormaz, por ejemplo, se ve desde cualquier punto. Vayas a donde vayas, si pasas por estas carreteras, lo verás sobresalir entre una masa boscosa. Porque aquí también hay bosques de pinos, aunque sea el norte de la provincia el que tiene los bosques más extensos y conocidos. El castillo de Gormaz fue uno de los principales castillos musulmanes de la península. Los cristianos quisieron tomarlo muchas veces, sufrió muchos asedios, pero ninguno tuvo éxito. Aunque hoy en día está muy deteriorado merece la pena pasar toda una mañana o una tarde allí, y digo toda una mañana o toda una tarde porque hay que verlo con mucha calma, y hay que sentarse en la muralla y contemplar cómo corre el Duero por debajo. Y cómo pasan las nubes y cómo el viento sacude levemente los chopos. Si lo que ves y lo que sientes no te relaja, es que no te relaja nada. Y si lo que quieres es encontrarte a ti mismo pues francamente no se me ocurre otro mejor lugar para hacerlo. Estamos en agosto, pero hay pocos turistas. Ya he dicho que hace falta que venga gente a Soria, porque sin gente no funciona la economía. Pero aquí no hay ningún turismo masificado. A veces llegan autobuses y durante un rato hay un pequeño bullicio de personas disparando fotos y estirando las piernas, pero luego se van y uno se vuelve a quedar solo o casi solo. Con tiempo para pensar. Con tiempo para pasear tranquilamente y sentarse en un alto a contemplar los campos, los montes, los bosques y el cielo. Y las piedras, claro, las piedras de los castillos, de las iglesias, de las viejas casonas. Las piedras mudas que no cuentan su historia a primera vista, que son adustas y hurañas hasta que te cogen suficiente confianza. Porque las tierras difíciles guardan muy bien sus secretos. Y por eso algunos viajeros impacientes piensan que no tienen secretos, cuando en realidad tienen montones de ellos.
Hay un dilema que he visto en otras partes, en otros pueblos. En cierto lugar cuyo nombre no es necesario mencionar ahora los habitantes estaban divididos entre pedir que se asfaltara el camino o dejarlo como estaba, sin asfaltar. Los que estaban en contra decían que eso traería gente que no venía nada más que a molestar, que no aportaría nada al pueblo, que solo vendría de paso. Otros decían que el pueblo necesitaba mejor comunicación. Que el pueblo tenía que abrirse al mundo. Que todos los visitantes eran buenos, tanto si quedaban allí o no. Este es un caso extremo pero el debate es el de siempre: hemos destrozado la costa, masificándola y llenándola de hormigón. ¿Qué vamos a hacer con el interior del país, con lo que aún queda por «colonizar»?
En Tiermes han montado una fiesta pagana para atraer turistas. Cada cierto tiempo, cuando la luna así lo dispone, organizan una cena celtíbera con salto de hoguera incluido, como no podía ser menos. Lo llaman «Fiesta del Plenilunium». Me dice el camarero del restaurante que la bebida «celtíbera» que ofrecen consiste en una especie de orujo de la zona y que «lo hacen los arqueólogos». Me quedo muy preocupado. El camarero no me aclara si los arqueólogos hacen la hoguera, la bebida o las dos cosas, pero en cualquier caso la cosa debe de ser digna de ver, aunque supongo que muy peligrosa. No sé cómo serán los arqueólogos que hoy en día pululan por Tiermes en verano, pero los que yo conocí estaban como una cabra. Es comprensible: pasar dos largos meses en el páramo, a mil doscientos metros de altitud, con calor terrible y frío terrible, sin ninguna comodidad y teniendo que vigilar a hordas de estudiantes tumultuosos, siempre propensos al desorden, la lujuria y la rebelión, tenía que afectar forzosamente a su salud mental.
San Esteban de Gormaz

Por desgracia me pasé por el museo y lo encontré cerrado. El yacimiento estaba vacío (eran las dos de la tarde y el sol de agosto golpeaba de lleno). No vi tiendas de tumultuosos estudiantes en el prado, lo cual me hizo pensar que no había ninguna campaña de excavación en curso, lo cual es una pena. En cualquier caso, hay un cartel que indica que se hacen visitas organizadas a las ruinas, y eso es magnífico. Como es magnífico que se hagan todas las fiestas paganas que la luna permita (las próximas son el 18 de agosto y el 17 de septiembre). Aporto este dato por si este reportaje sale a tiempo y alguno tiene la tentación de ir. Y en ese caso le pido un favor: que cuente la experiencia. Aquí en el culo del culo del mundo hay gente que se busca la vida para poder vivir dignamente sin tener que emigrar a ninguna gran ciudad, y eso es algo que me merece todo el respeto del mundo. Lo que no entiendo es para qué carajo necesitaba Soria una «Ciudad del Medio Ambiente». Pero esa es una pregunta que hoy, de vuelta al bochorno mediterráneo, se quedará sin respuesta.

sábado, 20 de agosto de 2016

Presto



martes, 9 de agosto de 2016

Apatía calurosa



No sé qué escribir… las musas están de vacaciones. Es lo que tiene el maldito verano y el horrible calor. No sé quién fue el primero que dijo eso de “cuando llegue el buen tiempo”, y que luego todos han copiado como loritos, pero seguro que sería algún fulano con la vida resuelta.
Mi abuelo decía que “el verano es para los ricos”… y es cierto. Que le hablen del verano a la gente del campo o los que trabajan en la obra… y no sólo a ellos, a cualquiera que tenga que hacer una actividad que necesite desplazarse. Parece como si todo costase más, como si el cuerpo pesara más... me encuentro apático.
Tengo ganas de que llegue el frío… sacar el abrigo, los guantes, la gorra, los jerséis de lana y los pantalones de pana. ¡Viva el invierno!

sábado, 6 de agosto de 2016

Funcionariado que no funciona


He recordado estos días, aquellos tiempos en los que los funcionarios salían a la calle reclamando ‘sus derechos’. El trasfondo no es que se indignaban porque tuviesen más trabajo o trabajasen en condiciones penosas, no. Sus protestas estaban cuantificadas en una rebaja de un 5 o, como mucho, un 10 % que el Gobierno decidió bajarles sus sueldos (tengo amigos en la empresa privada que se lo bajaron hasta un 50 %)... cuando muchos de ellos con 100 euros al mes ya estarían sobradamente pagados. Aquí me gustaría aclarar que hablo de esos funcionarios parásitos de la administración que cobran por calentar una silla; no me refiero a policías, médicos, bomberos, etc., que hacen un trabajo real.
¿Y por qué digo esto? Porque hace unos días tuve que ir a la Seguridad Social y, como en el Quijote, no quiero acordarme. No lo quiero hacer porque, como la canción, me sube la bilirrubina.
Resulta gracioso pensar que ahora mismo tenemos a miles de sanguijuelas sangrando al Estado, holgazaneando en la oficina de turno y con su contrato indefinido sin posibilidad de despido. Sería ya hora de quitarnos de encima a todos esos inoperantes aunque, dado que los políticos también son en su mayoría unos incompetentes que cobran por hacer nada, dudo que sea posible echarlos. Da rabia pensar que desde la empresa privada, con unos impuestos abusivos, estamos manteniendo el despilfarro que supone que lo público esté mal gestionado y que no se pueda solucionar. Si todos estos atajos de vagos estuvieran en el sector privado no servirían ni para limpiar los baños y a los quince días ya estarían en la calle; por eso no pueden dedicarse a otra cosa que no sea al funcionariado.
Pero bueno, ¿qué se puede esperar de un país en el que un simple electricista a la sombra de un sindicato y de un partido político pueda llegar ni más ni menos que a ministro de Interior? Para muestra José Luis Corcuera, ese de la patada en la puerta que ahora se dedica a bufonear en 13TV. ¿Qué se puede esperar de un país en el que cualquier inútil, vago, holgazán, gandul, incompetente e improductivo puede ocupar un cargo de responsabilidad por el hecho de tener el carnet de un partido político y sin haber pisado una universidad en su ignorante vida? Pues eso, un funcionariado a imagen y semejanza.
Si cada dos años les hicieran exámenes para probar su capacidad, estoy convencido que un altísimo porcentaje no repetirían en su puesto… pero claro, obtienen la plaza y a vivir la vida.
Cada vez lo tengo más claro: entre los males que azotan a este país, en los primeros, primerísimos, puestos (los cuatro primeros) están un funcionariado vago y un sistema educativo penoso.
Y esto que digo aquí no es nada nuevo. Ya lo dijo el gran Mariano José de Larra en la década de los 30 del siglo XIX en su famoso artículo ‘Vuelva usted mañana’, una crítica a la administración pública y al funcionariado que hoy, casi doscientos años después, sigue vigente... por algo será.



martes, 2 de agosto de 2016

De arcilla



Poniéndonos místicos, nos dice la Biblia que Dios creó al hombre con arcilla y en esto, como en cualquier otra cosa, se pueden hacer dobles, triples y séxtuples lecturas, ver mensajes ocultos o jugar con una suerte de cábala que nos metería en una espiral en la que nada sería lo que parece, el mundo sería un escenario del que somos conscientes de ser unos actores muy secundarios.
La arcilla es una roca sedimentaria cuya particularidad más importante es la de adquirir gran plasticidad al mezclarla con agua; esto es debido a su formación química y a su composición granulométrica, que hacen que pueda absorber H2O sin ninguna dificultad.
Con el paso del tiempo, la arcilla comienza a perder plasticidad, a endurecerse. Puede hacerlo de dos formas: de forma natural y de forma mecánica. La primera sería que ella misma, en contacto con la atmósfera y sin elementos artificiales que intervengan, se va deshidratando hasta que llega un punto en que no es posible volver a hidratarla aunque se le vuelva a echar agua; sería como el fraguado del hormigón, un punto de no retorno en el que el hormigón comienza a perder plasticidad y a adquirir resistencias… todo esto son procesos químicos más complejos que se estudian con mucho más detalle y que para el caso no es necesario explicar. La segunda es de forma artificial, por ejemplo en hornos. A partir de 800 ºC la arcilla pierde el agua y se endurece; solamente tenemos que mirar a nuestro alrededor para encontrarnos con decenas de elementos de arcilla que han pasado por este proceso.
Todo lo anterior me sirve para la verdadera reflexión de esta entrada. Dicen que ‘las personas no cambian’ y no creo que sea cierto del todo. Las personas (si se quiere tomar la parte mística de la Biblia) somos como la arcilla. Nos van/vamos moldeando en nuestra vida hasta ser lo que somos. Pueden intervenir muchos factores: sociales, culturales, económicos, religiosos… pero de una u otra forma nosotros mismos y nuestro entorno nos va moldeando convirtiéndonos en lo que somos y como somos. Pero, al igual que la arcilla, llega un punto en que es imposible seguir moldeándote y ya no se puede cambiar, se es como se es. No hay nada que haga cambiar, ya que, de lo contrario no es uno mismo. Un plato de arcilla es un plato de arcilla y, una vez endurecido, no puede ser otra cosa, a no ser que lo rompamos… pero dejará de ser un plato...
No hay un tiempo, fecha o edad para perder la plasticidad humana, se pierde y ya está. Supongo que en la niñez o la adolescencia sí que somos plásticos, pero ya en la madurez vamos perdiendo esa cualidad, no sé, quizá pasados los 30 ya es casi imposible que uno pueda cambiar ciertas conductas.
Hace años vi una película. Es una de esas que tengo pendiente volver a ver, pero siempre tengo algo más importante que hacer. Se titula ‘Noviembre’, de Achero Mañas. Cuenta la historia de un grupo de jóvenes madrileños que movidos por la pasión por el teatro pretenden cambiar el mundo a través de él. Casi al final, una de las protagonistas, ya adulta, recordando sus tiempos en esta compañía, pronuncia una frase que me ha calado…

Nosotros queríamos cambiar el mundo y, desde luego, no lo conseguimos. Ahora lo que intento es que el mundo no me cambie a mí

En mi caso, por poner un ejemplo y no extenderme, aquellos tiempos en los que no suponía una molestia hacer 600 km (ida y vuelta) desde Zaragoza a Madrid para ir a una reunión de Izquierda Republicana de 45 minutos ya han pasado. Yo, a mi manera, también tuve mi noviembre. Al igual que la arcilla, ya he perdido mi plasticidad y soy lo que soy y como soy. Hay dos opciones: o aceptarlo o no aceptarlo. No hay más. Estoy muy feliz como estoy sin tener que moldearme a gustos ajenos; yo no obligo nada a nadie...