martes, 22 de febrero de 2022

Gracias... merci beaucoup


Lo he leído tantas veces que lo sé de memoria. La primera vez fue en 2006, en la magnífica biografía titulada ‘Ligero de equipaje’ que escribió Ian Gibson sobre el poeta.


La casualidad hizo que en un mes fuese a Collioure por primera vez y estuviese allí, delante de la tumba de Machado y su madre, con ese libro apoyado en el pecho. Era el 9 de julio. No sé si fue suerte o casualidad, pero cuando entré al cementerio no había nadie y tuve la fortuna de estar solo, unos diez minutos, hasta que entraron unos visitantes. Durante ese tiempo pude allí, de pie, frente a la tumba del poeta, recitar en silencio, llorar, trasladarme a Soria, su amada Soria... los sentimientos de aquel día cada vez que llega el 22 de febrero son los mismos; los mismos que tengo mientras escribo esta entrada.
Colliure, 1939. En la noche del 22 al 23 de febrero, las manos de Juliette Figuères se afanan en coser una bandera tricolor: la bandera republicana española que ha de cubrir, al día siguiente, el cuerpo sin vida de un hombre, Antonio Machado, que acaba de fallecer, a las 15:30 horas, después de unos días de agonía, tal día como hoy de 1939. Juliette, que en ese momento tiene 41 años, había sido una de las primeras personas que ayudaron al difunto y su familia cuando arribaron a este hermoso pueblo costero de los Pirineos Orientales franceses, sin que nadie reconociera al famoso poeta.
Machado había llegado a Collioure en tren, procedente de Cerbère. Atrás quedaba un largo periplo desde una Barcelona asediada por el ejército sublevado, abandonado el vehículo que les había conducido hasta Port Bou y el grueso de los equipajes. Al poeta le acompañaban su madre, Ana Ruiz, de 84 años, su hermano José y la esposa de éste, Matea Monedero, así como el escritor y amigo Corpus Barga. Todos extenuados, hambrientos y tiritando de frío, venían de pasar su primera noche en tierras francesas en un vagón abandonado en una vía muerta.
La primera persona a la que se dirigieron se llamaba Jacques Baills, era jefe de estación suplente en Collioure y contaba 27 años.

Jacques Baills

Baills recordaría siempre cómo José se dirigió a él para preguntarle por algún hotel en el pueblo que pudiera acogerles, “y yo les indiqué el único que estaba bien entonces y en el que yo mismo estaba hospedado”, afirmaba. Años más tarde recordaría ese momento que jamás olvidaría.


Corpus Barga recordaría también la dificultad con que avanzaba la familia y cómo él tomó en brazos a la madre de Machado y le oyó decir, en su delirio, la famosa frase: “¿Llegamos pronto a Sevilla?”.
Sin embargo, no se dirigieron directamente al hotel. La avenida de la estación culmina en una plazoleta con plátanos, la Place Géneral Leclerc, donde hoy los vecinos juegan a la petanca y toman el sol. Desde allí se ve el Douy, un riachuelo que por lo general es apenas un cauce seco, al otro lado del cual se yergue el hotel del que había hablado Baills, el Bougnol-Quintana. Y en la plaza se encontraba la mercería de artículos de punto regentada por Juliette Figueres.
No cabe más que destacar la extraordinaria generosidad de unas personas que carecían de referencias sobre los inesperados visitantes, para ellas eran sólo seres humanos que escapaban desesperados de las bombas y de las penurias de la Guerra Civil Española. Ninguna conocía a los Machado, de ahí el valor de su altruismo para con aquella familia a la deriva, como todos los que llegaron aquel día a Collioure, en un tren abarrotado de gentes de toda laya. Gente que huía de la entrada del ejército franquista a Barcelona, último reducto republicano.
Estaban helados y calados hasta los huesos por la lluvia, pidieron entrar un momento en la mercería para descansar. Figuères asintió y les ofreció café con leche para reanimarlos.

Juliette Figuères

En ese momento pudo hablar un poco en francés con Corpus Barga y Antonio y con Matea en español. Allí permanecieron la media hora que tardó un coche en recogerlos y llevarlos al hotel, que estaba enfrente, pero para llegar al mismo había que rodear el Douy, que precisamente ese día llevaba agua. Por fin llegaron al Bougnol-Quintana y pudieron descansar, sin cenar siquiera.

Pauline Quintana 

El primero que reconoció a Machado fue Baills, el ferroviario, que ayudaba a madame Quintana con la contabilidad del hotel. Cuando llega aquella noche pregunta si están allí los españoles con quienes había hablado en la estación. Le dice que sí y que se habían acostado sin cenar. Al leer la lista de la gente que se había registrado vio el nombre de Antonio Machado, que se había presentado como profesor. Eso le hizo reflexionar y recordó que cuando hacía tiempo iba a clases de español había aprendido poesías de Antonio Machado y se asombraba ahora de tener ante sí al autor en persona. Desde entonces, después de las comidas, acompañaba un rato a Antonio y José en el hotel, surgiendo entre ellos una amistad que Baills siempre atesoraría en su memoria.

Inscripción de Antonio Machado en el hotel Bougnol-Quintana

Antonio también visitó un par de veces en su tienda a madame Figuères. Hablaban de lo que estaba ocurriendo en España junto con el marido de Juliette, Sebastian Figuères. Machado les confesó que sentía más haber perdido los libros que la ropa, así como que estaba enfermo, que tenía asma. Cuando le explicó al matrimonio que no podían escribir a sus sobrinas, que estaban en Rusia, porque no tenían dinero, los Figuères les prestaron papel y sellos.


Ya entonces Baills, por mediación de madame Quintana, les había hecho saber que aquel no era un refugiado cualquiera, sino un poeta, acaso el más grande de las letras españolas del momento.
Con esa misma humanidad cosió la señora Figuères la bandera con la que Machado fue enterrado unos días después. Un médico llamado Cazabens fue el primero en percatarse de que la salud del poeta había empeorado mucho, entre el asma y sus males de corazón. Junto a Machado agonizaba también su madre, los dos en la misma habitación. Baills les llevó una botella de champán para mojarles los labios y Machado lo agradeció con una sonrisa.
Machado había dicho siempre que “para enterrar a una persona, con envolverla en una sábana es suficiente”. Un fotógrafo conocido como señor Sánchez retrató a Machado en la cama, cubierto con la bandera. La madre, Ana Ruiz, moría tres días después, justo el día en que habría cumplido 85 años; cumplió su promesa, “estoy dispuesta a vivir tanto como mi hijo Antonio”, había dicho meses antes en Rocafort.

Antonio Machado cubierto con la bandera republicana

Tras correrse la voz de que había muerto Machado, el hotel Bougnol-Quintana se llenó de gente. Desde París, el poeta Jean Cassou se ofreció para trasladar el cuerpo a la capital francesa. “Es un deber para nosotros, escritores franceses, encargarnos de las cenizas del gran Antonio Machado, caído aquí, en tierra francesa donde había buscado y creído encontrar refugio”. Sin embargo, José Machado declinó amablemente el ofrecimiento y el féretro fue llevado finalmente al cementerio de Collioure por milicianos de la Segunda Brigada de Caballería ‘Andalucía’.
Hubo una última benefactora, Marie Deboher, amiga de madame Quintana, que prestó un espacio en su panteón familiar para que reposaran en él, de forma provisional, los restos de Antonio Machado, mientras que la madre fue sepultada en tierra, en una zona destinada a la gente sin recursos. Todos estaban convencidos en Francia de que España reclamaría el cuerpo de tan insigne creador, pero llegó el momento en que madame Deboher necesitó el panteón y se abrió una suscripción que recibió aportaciones del mundo entero hasta sumar 413.472 francos. Con ellos fue costeada la tumba donde reposan madre e hijo, y que hoy es lugar de peregrinación de los devotos machadianos y de los interesados en la memoria republicana en el exilio.
Apenas he podido encontrar nada de la vida estos personajes después de este triste acontecimiento y que tan desinteresadamente ayudaron al poeta y su familia a la llegada a Collioure, solamente unos valiosísimos audios y un par de fotografías de cada uno de ellos.
José Machado, desde su exilio en Chile, continuó teniendo relación epistolar con ellos hasta su muerte, ocurrida en 1958.
Sus nombres han quedado vinculados para siempre a la figura de Antonio Machado como un ejemplo de humanidad, de esa humanidad que desprendía el poeta. No pueden ser olvidados.
Juliette Figuères murió en 1989, su marido en 1960; Pauline Quintana en 1972 y Jacques Baills en 1983.
Merci, merci beaucoup monsieur Bails, madame Figuères et madame Quintana.

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