jueves, 10 de abril de 2008

Espacios para el hombre y para la arquitectura


Hay un abismo - en la mayor parte de los casos- entre la casa proyectada por los arquitectos y la casa de los sueños del usuario. La mayor parte de las casas y edificios que se proyectan no muestran indicio alguno de la gente que vivirá o trabajará allí. Más aún, la inmensa mayoría de la arquitectura del siglo XX ha mantenido como una tesis indiscutida el purismo o abstracción como sinónimo de buena arquitectura. La arquitectura fácil de reproducir, de forma industrializada, y desprovista de ornamento, ha sido un valor comúnmente aceptado. Hemos llegado al punto de construir en masa sin importar nada.

Esto lo aceptamos como un recurso que empobrece la riqueza de la arquitectura si es usado de forma académica y no se sale de ello. En la actualidad impera la técnica de no pensar, de no hacer nada, simplemente porque ya está todo hecho.

Según Le Corbusier en su famoso tratado de “le modulor”, el hombre es la medida de todas las cosas. Bien, sobre esto habría mucho que hablar, quizás libros enteros y aunque Le Corbusier es de los más grandes, sin ánimo de rebatirle me permitiría decir que el hombre es el centro de todas las cosas, puesto que es quien ha de servirse de las mismas, pero con coherencia.

La arquitectura debería ser orgánica y mediatizada por la naturaleza ¿Qué significa esto? Significa que no podemos construir lo que nos plazca donde nos plazca que ha de haber unas condiciones que han de respetarse como la topografía, paisaje, clima y vegetación. Una arquitectura que sintonice con la vida creando edificios dotados de un modelo de crecimiento y acogedor para las gentes.

Pero, por desgracia, esto no es así. Estamos más preocupados por la ostentosidad de las construcciones que no nos damos cuenta del perjuicio que eso puede suponer contra lo que es la continua evolución de los hábitats en que se construyen.

En España, por ejemplo, tenemos cientos de estos graves casos. Recuerdo que de pequeño veraneaba en un pueblecito en la frontera entre Castellón y Teruel. El típico pueblecito acogedor donde te podías perder sin acordarte de nada. Con su lavadero público, sus calles estrechas, casas de piedra con teja vieja donde los ancianos se sentaban en sillas de madera para ver pasar a la gente.

Volví 25 años más tarde y todo era distinto. Chalets ostentosos que habían introducido la pizarra en lugar de tejas y se había construido una piscina donde los domingueros pudiesen relajarse en verano, pistas de atletismo y un frontón donde matar las horas de tedio. Resumiendo, habían roto la armonía, la funcionalidad y la naturaleza del pueblo. Por supuesto que para quien va allí a pasar temporadas se encuentra a gusto pero ¿a qué precio? Al precio de romper con la idiosincrasia del pueblo y de sus habitantes, puesto que ni una piscina forma parte del natural de un pequeño pueblo perdido, ni las tejas de pizarra son coherentes con el sitio. Los habitantes del pueblo, que son los que verdaderamente forman parte de él, no necesitan de esas cosas para vivir.

Si queremos conservar nuestra identidad debemos conservar nuestro entorno para que este nos respete porque en el momento en que eso no se hace nuestra memoria y nuestra historia cae en el olvido y la arquitectura debería plantearse muy seriamente esta cuestión porque no todo vale ¿Alguien se imagina el típico chalet de los Alpes en los Pirineos? No hace falta la imaginación para ello, simplemente acercarse y mirar. Solo espero que de aquí 25 años nadie olvide que una vez aquello fue un lugar tranquilo para las gentes del lugar hasta que fue invadido por la ignorancia, el todo vale y, lo que es más grave, la arquitectura incoherente.

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