Parece que queda lejos aquella época en la que más allá de percibir el mundo a través de la mirada, se exigían los estímulos y motivaciones del resto de los sentidos para poder comprenderlo, amarlo y entenderlo. Acaso sea por el excesivo protagonismo de la vista, esta sociedad ha sucumbido a la facilidad de la imagen, dejando atrás la cultura y el significado profundo inherentes en la cotidiana y espontánea evidencia que nos rodea, pasando estos a un plano secundario.
Sumidos en un apático estado de aversión hacia la realidad en la que nos desenvolvemos, podemos llegar a contemplar un hermoso jardín, sin percibir su aroma ni el deleite de su sonido. Nos hemos acostumbrado a sentir el mundo exclusivamente a través de los ojos, y la ausencia del tacto, del gusto, del olfato y del oído en la interpretación de la realidad nos aleja cada vez más del mundo que nos envuelve.
En este contexto, la arquitectura actual tampoco ha quedado impasible, renunciado a la significación para dar paso a una imaginería fácil, cómoda y efectista, con edificios cuya máxima aspiración es la de convertirse en frívolos escenarios urbanos, ávidos de un protagonismo exagerado para saciar el ego de sus creadores. Al igual que en la moda, el estilismo de marca se ha impuesto sobre la excelencia anónima, dejando atrás la reflexión serena para dar paso a la conclusión estridente.
Afirmaba Octavio Paz que la arquitectura es el testigo menos sobornable de la historia, el único legado objetivo que tenemos para poder comprender quiénes hemos sido y dónde hemos habitado. La vista nos muestra con sinceridad la apariencia tectónica, la silueta y la forma de las cosas. Nos permite reconocer e identificar el volumen característico y aparente de la arquitectura, pero su inmediatez y excesivo uso nos puede ocultar significados más profundos. Educar la vista supone iniciarse en el apasionante mundo de los observadores críticos, donde ver es tocar con la mirada, superar la apariencia inicial y sentir la luz, el espacio y el tiempo.
Observamos cuando conseguimos percatarnos de lo que existe entre la luz y la sombra, ese vacío que se encuentra allí. De este modo, comprendemos la naturaleza mística de Notre Dame de París, cuyas vidrieras nos muestran algo más que el paso de la luz, una manera de ver el mundo desde otro punto de vista. Podemos sentir emoción delante de la iglesia románica de San Juan de Rabanera (Soria), con ábsides que demuestran grandeza, muros resistentes, venciendo el paso del tiempo. Nos conmovemos cuando observamos un jardín japonés, con todos sus elementos formando un orden caótico que nos muestra que no todo tiene que estar estructurado y no toda arquitectura se compone de acero y hormigón.
En todos estos casos vemos la arquitectura a través de las sombras y sentimos las sensaciones del tacto de la luz acariciando los límites del espacio. Observamos cuando sentimos el fluir transparente del espacio, y quedamos fascinados por su proyección libre y evanescente del interior al exterior.
El hombre es quien moldea su historia y deja su legado a través de los edificios. Tan histórico puede ser una arcada con 60 años como un acueducto romano, ¿quién puede decir lo contrario? No existe un criterio en la imaginería que defina que tiene que ser y que no. Eso, ni siquiera se enseña en las universidades. Los academicismos no existen para definir costumbres de uso. Por ello, debemos olvidarnos de ciertos criterios a la hora de analizar un edificio. Hay que tocar su fábrica, observar, conocer a la gente que lo ha usado. Solamente así se puede hacer que la gente entienda a la arquitectura y al contrario. Es un trabajo simbiótico del que no puede prescindirse una de sus partes.
Realmente podemos afirmar que vemos cuando logramos sentir el espacio y escuchar su discurso, y cuando eso ocurre, nos duelen las cosas que pasan a nuestro alrededor, sin entender por qué.
Somos capaces de comprender el concepto de observar cuando tomamos conciencia del tiempo y apreciamos el óxido que aparece en los metales, el musgo que surge en una solera exterior de hormigón, las huellas de la lluvia sobre los muros pintados, o la aspereza de la madera quemada por el sol. Podemos caminar entre ruinas, como son las del castillo de Peracense (Teruel), donde la naturaleza pugna de una forma epopéyica por recuperar el terreno que antaño le fue arrebatado, y podemos percibir el paso de un época de grandes señores. El discurso apagado de gentes que hicieron posible aquello.
Por todo ello, vemos cuando somos capaces de percibir el transcurrir del tiempo; vemos cuando sentimos retenida para siempre la esperanza utópica del hombre; vemos cuando de repente cerramos los ojos para descubrir ese algo más, aquello que más necesita nuestra sociedad y que la arquitectura de nuestros días también busca sin hallar: Coherencia.
4 comentarios:
Hala Marino, no se que tiempo me quedaré, pero no he querido volver a perderme sin antes desearte todo la mejor para ti y tu familia.
Feliz 2014!!!!
Besos
Besos
Me alegra mucho saber de ti y que te encuentras bien.
Te deseo lo mismo para ti y los tuyos.
Besos.
La vista nos puede engañar y si no sentimos de corazón lo que vemos nunca apreciaremos su belleza independientemente de su arquitectura.
Te propongo una cosa en vez de ahogar nuestras penas, podemos brindar porque pese a todo seguimos adelante.
Un Beso
Acepto ese brindis.
Publicar un comentario