Confieso que conozco más la vida de Miguel Hernández que su obra. Probablemente porque soy de los que piensan que antes de conocer la trayectoria más conocida de un personaje, en este caso la faceta literaria, hay que conocer lo que transcurre entre el día que nació y el día que murió. Me ocurrió con Antonio Machado (de quien, por cierto, hoy se cumplen 139 años de su nacimiento) y puedo decir que me enamoré de su vida y casi a la par lo iba haciendo de su obra. Quizá con Miguel Hernández me ocurra lo mismo, reconozco que tengo grandes carencias en cuanto a su faceta literaria. Pero esta entrada no trata del autor de ‘El rayo que no cesa’, aunque tenga mucho que ver en ella.
Hace unos días estuve en Orihuela, su pueblo y el mío, creo que al nombrar ese pueblo es inevitable no decir o pensar en el prólogo de ‘La elegía’ que le dedicó a su amigo Ramón Sijé, a quien tanto quería. Era un compromiso que tenía con una amiga (a quien tengo que agradecerle que hiciera de mi visita lo que en el tiempo será un recuerdo especial) que vive en ese pueblo: yo iba a visitarla y ella, a cambio, me enseñaba la casa en la que nació y en la que posteriormente vivió Miguel Hernández. Era una visita programada para meses atrás, pero por distintos motivos la tuvimos que aplazar hasta que, por fin, ambos hemos podido pagar nuestra deuda.
Hay ciudades en las que ha nacido un personaje o ha ocurrido algún hecho reseñable y apenas tiene importancia en el lugar, salvo una placa que recuerde la efeméride, algo así como ‘Aquí nació…, Aquí vivió…, Aquí murió… Aquí ocurrió…’. No, en Orihuela no ocurre lo mismo con su más famoso poeta. Esa ciudad ha sabido mantener, cuidar y preservar la figura y el legado de Hernández.
Cuando alguien va a ver la casa de algún gran personaje no sabe lo que puede encontrarse y eso es lo que me sucedió a mí. En este tipo de visitas hay dos puntos de vista diametralmente opuestos: 1º) una vez en el lugar piensas que aquello no era así, que lo que está viendo es artificial y no es más que un vulgar reflejo de lo que pudo ser. 2º) todo lo que se ve es real, el mobiliario, la estructura, las paredes, los suelos… nada ha cambiado desde entonces y todo es tal y cual lo conoció el personaje. En este caso, al menos para mí, se mezclan ambos sentimientos predominando claramente el segundo, ya que la casa en la que Miguel Hernández vivió, desde 1904 hasta 1934, con sus padres y hermanos queda conservada de una manera bastante fiel a lo que fue en aquellos tiempos y prácticamente no se le podrían poner objeciones. La conservación y las posteriores restauraciones que hayan podido llevarse a cabo dan muestra de un cuidado y un saber hacer. Me atrevería a decir que esa vivienda apenas ha sido alterada. Sin duda alguna, para un ‘hernandiano’ sería perfectamente un lugar de peregrinación.
De todo, quizá, lo que más emocionó es cuando pasamos al huerto de la casa, al que se accede cruzando un patio. Es un huerto pequeño, en el que hay una higuera, una morera y un cactus de higos chumbos. Allí, mi anfitriona me dijo: “Esta es la higuera, es todavía la misma higuera”. “¿A qué higuera se refiere?”, pensé. A los pocos segundos caí que estaba allí, siendo parte de la Elegía a Ramón Sijé:
“Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera...”
Uno se siente tan insignificante…
Junto a la casa, separado por unos metros, se encuentra el Centro de Estudios Hernandianos, un edificio desde donde se promueve la vida y la obra del poeta. Lamentablemente estaba cerrado y no pudimos entrar; ya tengo una excusa para volver.
Después de visitar ese espacio en el que se respira a Miguel por cada rincón, nos desplazamos a ver la casa en la que nació. Si antes hablaba de dos sensaciones al ver una casa de un personaje, aquí no tengo dudas que tuve la primera sensación que he descrito anteriormente: una profunda decepción. La vivienda estaba cerrada, pero solamente con ver la puerta ya me podía imaginar qué tipo de atentados restauradores pueden aguardar al visitante que entre allí por primera vez. Lo única que da pistas de que fue su casa es una placa que hay en la fachada.
El resto de la ciudad no me pareció de gran interés. Supongo que para un amante del barroco es la ciudad perfecta, pero a mí es algo que no me atrae. Cada vez que veo un edificio barroco me da la sensación que veo un desfile de carnaval. Acompañado por mi excelente anfitriona vimos algunas de las ¡33 iglesias! que tiene la ciudad. 33 iglesias para una ciudad de poco más de 90.000 habitantes.
Vi algunas desde el coche y, la verdad, vistas algunas vistas todas. Supongo que es un mal congénito de algunos lugares el no cuidar su patrimonio cuando lo tienen en exceso. Eso es lo que le pasa a Orihuela; las pocas iglesias que vimos tenían una restauración que dejaba bastante que desear. Hablar de esto supondría otro artículo más largo, pero así, a modo de pincelada, diré que, por ejemplo, no se puede enlucir con mortero las paredes de un claustro barroco o las fachadas de una iglesia como si fuera cualquier cosa. Hay cosas que deberían estar penadas (entiéndase la ironía).
Si tuviera que quedarme con una impresión de Orihuela diría que es una ciudad con tres ‘capas’: la dedicada al poeta; la religiosa, con todas sus iglesias y sus entornos, y el resto de ciudad con edificios como cualquier otro sitio ajeno a lo demás. Cada cual bien diferenciado y separado. En ninguno de los anteriores espacios hay nada que haga referencia a los otros. Cada lugar tiene su espacio bien delimitado.
Quizá mi análisis pueda estar equivocado y alguien que conozca mejor la ciudad pueda rebatírmelo sin dejarme lugar a réplica; mis impresiones se basan en la visita de unas horas buscando el origen del ‘Viento del pueblo’.
2 comentarios:
"En Orihuela, su pueblo y el mio..." No se puede describir mejor, la sensibilidad que se siente cuando se está en aquellos lugares que siempre se ha deseado estar, y el lugar se ajusta a lo que se tenía en la mente. Es, muchas veces, esa sensación que se percibe de haber estado ahí antes.
Y los días van pasando...en Orihuela, su pueblo.....
Y la sensación de estar y recordar algo diferente a lo que se hace cualquier día.
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